8/1/10

Quédate hasta que se vaya el frío, dijo el chico. Ella no dijo nada y se limitó a entrelazar sus dedos con los suyos mientras sus manos, así juntas en forma de maza, percutían suave y repetidamente en la pierna de él; un gesto amable para llenar ese silencio sin respuesta. La otra mano de la chica sujetaba el asa de una maleta roja. Una mano en cada mundo, como siempre pasa, la mano que quiere irse y agarra con fuerza una decisión ya tomada y la mano que querría jugar a quedarse, a pasar el invierno en otra ciudad que no es la suya.
Mientras tanto el tren avanzaba y yo iba sentado a la espalda de ambos con la vista perdida en los árboles de la Casa de Campo, ese monte bajo que hoy presentaba pequeñas islas nevadas y diminutas muestras siberianas en la copa de los pinos. Pasó un buen rato sin que volvieran a decir nada, supongo que para él serían horas porque cuando le dices a alguien algo así el tiempo se detiene, se da la vuelta y te clava la mirada hasta que, ya abochornada,vuelve la normalidad. El chico quería que ella abriese la boca y dijese que sí, que se quedaría hasta que se fuera el frío pero también sabía que el frío se quedaría para siempre si se iba, que llegaría junio y seguiría sintiéndolo. Viajar en un tren rodeado de personas es exponerse a acabar dentro de sus vidas, por eso tantos van escuchando música o metidos en un libro, es una forma de protegerse de una situación que te convierte en rehén. ¿A favor de quién estaba yo? ¿Quería que la chica se quedase? Resulta difícil tomar partido pero lo hacemos constantemente, en las películas, en los libros, en los deportes, en la amistad. Siempre estamos en el bando de alguien y ondeamos su bandera como si fuese lo más natural. Estoy contigo, decimos, me gusta tu causa, la apoyo. Escoger un lado hace que se reconforte esa parte de nosotros que también sentiría frío de estar sola, vendría su propio invierno a martirizarla, a recordarle que el camino es excesivamente largo como para optar por la aventura en solitario.
Cuando llegamos a Príncipe Pío nos bajamos los tres: ella, él y yo. El chico le ayudó con la maleta. Yo iba detrás con mi cámara improvisada, como el mirón que soy, el indecente reportero de la mañana que acomodado en su vanidad cuenta al mundo los detalles que observa. Hoy parece que Dios haya encendido todas las luces, hasta esa del corredor que nunca enciende. Hoy la luz era excesivamente nítida. Un mal día para los que no soportan la iluminación cenital. Creo que el chico que llevaba la maleta era uno de ellos. Llevaba con rabia el exceso de luz, seguro que en sus sueños habría imaginado otra luz para el decorado. Pero se encontró con esta. Pronto nuestros caminos se separaron. Ellos se fueron haciendo pequeños hacia una de las puertas de salida, justo hasta que la maleta roja se convirtió en el punto que marca el final de este tipo de historias.

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