17/1/10


Mientras mis hijas están en el baño, un gigante hace la cena cada noche. El gigante tiene que improvisar para no repetir plato. El gigante no es un buen cocinero ni es un experto en dietas equilibradas. Abre la nevera y se deja llevar por su intuición. Su falta de profesionalidad la suple con cierta imaginación a la hora de pensar en la disposición de los alimentos en el plato. Las abuelas suelen decir que los niños comen con los ojos, como si los demás no hiciéramos lo mismo. Voy más allá: vivimos con los ojos. Con ellos amamos lo amable. Con ellos pensamos. Con ellos nos llenamos (cómo no también) de tristeza. Procuro que los ojos de mis hijas no tengan de qué quejarse. Depende de cómo pongas las salchichas la cara será más o menos amigable. Esta noche tenía ganas de que el plato asustase; los ojos de ketchup ayudan, le dan una mirada sanguínea, diría que terrorífica. El huevo revuelto hace que la boca del monstruo sea la puerta de la pesadilla, es una boca incierta que invita a entrar en el mundo del mal, invita a cruzar la puerta del otro lado. Me gustaría hacer una foto de todos los platos que les hago noche tras noche. Dentro de muchos años vería esas fotos y sentiría que durante una parte del camino hice las cosas bien, que intenté ser un buen padre y una buena persona. Creo que de la infancia lo que mejor se recuerda son estas cosas, más que el colegio, más que el soplido reiterado de los cumpleaños. Cuando mis hijas salen de la bañera vienen corriendo a la cocina para descubrir qué cara toca. Vienen desnudas y con el pelo mojado, chillando y empujándose por el pasillo. Cualquier psiquiatra recién licenciado diría que la felicidad se parece a esto: tres trozos de salchicha, un huevo revuelto y dos chorritos de ketchup. ¿Debería figurar mi receta en un libro de autoayuda para padres torpes? Que el tiempo nos juzgue a todos. Ahora os dejo. Oigo venir a mis hijas. El gigante tiene que esconderse para que nadie sospeche nada.

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