28/1/10

Me da pena que se acabe Enero. Le dediqué un par de posts de los que estoy satisfecho. Tenían intención. Al leerlos ahora veo que se levantaban del suelo. Imagino que esa es la primera condición del hecho literario: coger un montón de palabras y hacer que vuelen un rato. Más que el estilo, más que la forma: que vuelen y que lo hagan por dentro del que las lee. Bueno, tampoco es para tanto; un par de posts consiguieron volar, bien, los vi desde mi puesto de vigilancia camuflado en el bosque; mis prismáticos dieron fe. ¿Pero qué pasa con los que no consiguen volar? Esos tampoco hay que tirarlos. Cerca de aquí tengo un pequeño almacén en el que los apilo por temas. Muchas tardes, si salgo pronto de trabajar, voy allí, enciendo la luz y pongo encima de la mesa uno cogido al azar. Lo miro despacio, le paso la mano, acaricio las palabras llanas, cuando aparece alguna esdrújula ralentizo el movimiento por si alguna de sus espinas acaba perforándome la piel. El oficio de escribir se parece mucho al del carpintero. Se trata de ensamblar, de hacer un mueble que después sirva para algo. Hay muebles baratos y muebles que duran cientos de años. Las palabras, con el tiempo, adquieren una consistencia extraña; endurecen su capa externa desarrollando un barniz que las protege del manoseo visual. Pero por dentro siguen intactas, frescas, tal y como se pensaron al nacer.
Sentado a mi mesa contemplo las arquitecturas que crean las palabras. Cómo se asocian en el aire para decir algo. Cómo te miran con sus ojos de huérfanas que se preguntan de dónde vienen y quién las creó. Llegados a este punto hay que ser fríos. Se recomienda mucha distancia: no son seres orgánicos, son caracteres lingüísticos, materias primas para elaborar. Sin distancia todo vale. Pero hay que tirar. Conviene hacer limpieza y hacerlo con la misma serenidad con la que se tiran las camisetas gastadas o los zapatos que pasaron de moda.
Después de la criba es normal sentir cierta tristeza. Es normal recordar las sensaciones que desembocaron en esas palabras y pensar que ya no volverán a repetirse. También pasa con la ropa. Esta camisa la estrené el día que te conocí. Este vestido me lo compré en Roma, ¿te acuerdas? Y lo decimos con la prenda en la mano, al borde del patíbulo mientras el sentido común tiene ya su hacha levantada y presta a trazar el vuelo.
Por eso hoy siento un cosquilleo emocional por ciertos días de este Enero. Creo que al final no tiraré nada. Lo meteré todo en la caja correspondiente y haré como que no ha pasado nada. ¿No es exactamente eso lo que hacemos a diario para sobrevivir?

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