24/1/10

La manía de cantar cuando estoy en casa la saqué de mi padre. Mis primeros recuerdos tienen música. Mi padre haciendo los coros de un disco de Paul Mauriat de música rusa (frente a un tocadiscos Philips de madera oscura que después heredé yo y que un día se rompió en una mudanza) o estribillos de Raphael que siguen presentes hoy en mi repertorio. Cuando eres pequeño asocias las reacciones de tus padres a estados de ánimo. Es un juego simple y divertido. La música se relacionaba con la alegría. Mi padre, con su inglés de los años setenta (más intuitivo que realista), comenzaba a transmitirme una educación sentimental impostada de violines y exageraciones que el tiempo después ha ido limando y ridiculizando. Pero siguen ahí. Quizá mi gusto por la música se lo debo a esa época ligera de trineos nostálgicos que atravesaban las estepas rusas.
Ahora soy yo el que canta y mis hijas las que escuchan. ¿Por qué cantas, papá? Porque estoy contento, les digo. Después de la respuesta siempre viene la imitación. El ciclo se repite. Mi hija mayor canta canciones de Hannah Montana que yo a veces sigo con cierta desgana, mientras hago otras cosas y nunca poniendo el corazón en el asunto. La banda sonora de la vida de cada uno es sagrada. No quiero imponer ningún estilo. En casa se escucha de todo y cualquier sonido es respetable. No quiero ser uno de esos padres arcaicos que golpean la puerta de sus hijos adolescentes gritando que bajen ese ruido. El ser humano necesita incorporar a su desarrollo cultural y emocional sus propias elecciones. Madonna es tan válida como Bach. Si algo me enseñó mi infancia es a no tener prejuicios. Mi padre alternaba Paul Mauriat con Beethoven y os puedo asegurar que el salto no se notaba.
Cuando estoy triste canto. Cuando estoy contento canto más alto. También silbo sin motivo y tarareo la sintonía de cualquier programa de televisión por estúpido que sea. La música de los anuncios es susceptible de numerosas versiones. Con mis hijas juego también a cambiar la letra de las canciones que aparecen en los anuncios; las hacemos más absurdas de lo que ya son y después nos reímos un buen rato.
Creo que es una suerte que el hombre inventara la música. Quizá lo hizo para ahuyentar el vacío, para taparle la boca a la muerte. Es como si le dijera: mientras esté cantando no me cogerás. Pues eso, sigamos cantando.

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