18/1/10

Enero ha confirmado mis sospechas, se ha desabrochado la camisa delante de mí y he visto los dos kilos de explosivo plástico que lleva sujetos con cinta aislante al pecho. Los números digitales del contador corren en sentido descendente, lo hacen rápido, si entorno los ojos parece que tiemblen, como yo. Mientras tanto sorbo café y otros líquidos, meto billetes magnéticos de metro por una ranura y los recojo por otra, me pongo y me quito zapatos, me coloco debajo de la ducha muy quieto como si fuese una planta y espero. ¿A qué espero? ¿A que las cifras digitales vayan menguando hasta que el detonador haga su trabajo?
Sabía que enero tramaba algo. Los primeros días disimuló bien. Alzó la copa de champán nada más llegar, jugó a ser uno más de la familia. Los días siguientes comencé a intuir contratiempos. Cuando entraba en el baño me lo encontraba frente al espejo, peinándose y cantando en voz baja. Un día abrí el ascensor y me lo encontré de cara. Fue cuando se desabrochó la camisa. Desde ese momento va conmigo a todas partes. Cuando corro para que las puertas del tren no se cierren, él corre conmigo y luego se sienta a mi lado con la respiración entrecortada, sudoroso. Siempre anda rascándose el pecho, la cinta le debe picar. Pero ese no es mi problema. Fue él quien eligió ser una bomba humana. Yo estaba contento con mi vida hasta que apareció. Muchas veces me levanto a medianoche y voy de puntillas al teléfono para llamar a la policía. Levanto el auricular y marco el primer número, pero luego le veo allí tumbado en el sofá con su cara de niño desvalido y mi dedo no puede marcar más números. Un día llegué a ponerle una manta por encima. Creo que no valgo para delatar a nadie aunque ese alguien amenace mi vida. Debe ser una enfermedad.
Ahora ya no me preocupo. Desayunamos juntos. hasta le ofrezco mis mejores galletas que él moja de forma automática; es como desayunar con un robot o una mascota. ¿Qué puedo hacer? Me he acostumbrado a su presencia como los enfermos terminales se acostumbran a la sombra de la muerte. Hoy es 18. Quedan trece días para que explote y se lleve con él todo esto que nos ha acompañado. Como ya no sabía qué hacer le he escrito esto. Pensé que le gustaría leerse, ponerse delante de una pantalla y medir su grado de vanidad. Los meses que vienen con explosivos plásticos pegados al pecho suelen obedecer a ese patrón. Bueno, ya me contará qué le ha parecido. Mientras esté leyendo estará entretenido y podré ir a comprar tabaco. Hoy no es uno de esos días para tirarse rodando por una ladera de hierba aplastando margaritas, pero es lo que hay. Estar un rato solo no le viene mal a nadie.

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