27/1/10

El optimismo es como la colonia. Nos lo ponemos para oler bien, pero sobre todo para que nos huelan. Cada mañana tenemos que abrir el frasco y hacer salir cuatro o cinco gotas con mucho cuidado. Da igual que sea bajo la nariz o junto al lóbulo de la oreja. Saldremos a la calle y notarán que somos optimistas. El problema es que a medida que avanza el día vamos perdiendo la fragancia. Por la noche, metidos en un vagón de tren o encerrados en el habitáculo de un coche parado en medio de una autopista, los demonios de la realidad se apoderan de nuestro olor corporal. Qué compleja es la realidad. Cuántas esquinas tiene y cómo hace soplar su vendaval confundiéndonos a todos. Por ejemplo, si comes en un bar, de pie, en la barra, y da la casualidad de que el televisor está encendido y están transmitiendo imágenes de una ciudad asolada por un terremoto, tus gotas de optimismo se esfuman. No le eches la culpa al perfume de fritanga que preside el ambiente; es la realidad la que está friendo la vida en su sartén, por eso ese olor y tus ganas de quitarte la ropa y tirarla muy lejos o de arrancarte la piel para que no te recuerde lo frágiles que somos.
El optimismo también es una droga que hay que consumir con moderación. Deberían poner carteles por la calle: modere su optimismo, sueñe con responsabilidad. Carteles en los transportes públicos que advirtiesen del peligro de oír campanitas sin motivo. Es mejor dosificar las buenas intenciones. Dejar algo en el saco para cuando llegue el invierno, que, como sabemos por la canción, siempre llega.
Pero claro, ¿qué podemos hacer? deberían inventar trajes presurizados para caminar por la vida, ropa que sirviera para amortiguar las decepciones lo mismo que las alegrías desproporcionadas. ¿Qué dice una copa cuando choca con otra? Simplemente dice, celebremos que seguimos intactas y que unas manos nos quieren y nos invitan a su fiesta, puede que mañana seamos trozos de cristal en un vertedero en el que las gaviotas nos confundan con comida.
El pesimismo no es el malo de la película. Es el que sabe cómo acaban todas las películas. Sabe quién muere y cuándo muere. Pero el pesimismo no soporta que nos pongamos colonia ni que cantemos ni que choquemos recipientes de cristal ni que nos miremos al espejo chascando la lengua en señal de desprecio al destino. Él es así quizá por tener que perderse todo eso y pasarse el día preocupado con sus gráficos. Pues que le den al pesimismo. Y que corra por las calles esa colonia tan deliciosamente barata.

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