19/1/10

El ejercicio de mirar alrededor vacía. De ahí que estos días al pensarme me visualice como un bote de guisantes oxidado (de los antiguos) que utiliza transportes públicos e ingiere alimentos de diverso tipo. Aunque mi identidad actual sea la de un bote de conserva con la tapa levantada me resisto a que los niños me tiren piedras. ¿Qué espectáculo sería ese de estar en el andén de una estación y que tu interior retumbase como en una tormenta imaginaria? El ejercicio de mirar alrededor es ingrato, diría que está en el top ten de la ingratitud. Salir a la calle cargado con un microscopio no es sano, ni tampoco con prismáticos. A la calle hay que salir casi desnudo y tener paciencia. Por ejemplo, te sientas en un banco hasta que las palomas pueblen tus contornos. Quizá a las palomas les gusten los botes oxidados, quizá su naturaleza sea tan carroñera como la nuestra. El ejercicio de mirar conduce a la agorafobia, miedo a lo infinito. En muchos sueños tengo este tipo de sensación. El primero que recuerdo transcurría en la Plaza de San Pedro, el sol iluminaba el empedrado y yo hacía círculos montado en una bicicleta plateada. ¿Se puede sentir miedo de algo así? El comienzo de mi sueño podría ser el comienzo de un cuento de Kafka, pero él no estaba allí. Kafka nunca está cuando lo necesitas. Kafka siempre está observando y sufriendo en otro lugar. El ejercicio de mirar alrededor también implica sufrimiento, ahora que lo pienso; un sufrimiento estúpido porque nadie obliga a nadie a observar. Los observadores pertenecen a una raza petulante, una raza que podría dejar de existir y no pasaría nada. En otro de mis sueños recientes estoy con Roberto Bolaño en Méjico DF. Roberto toca una armónica verde de plástico, yo estoy a su lado, los turistas nos echan monedas y migas de pan. Roberto toca himnos nacionales. Algunos los reconozco, otros no. Estamos a las puertas de la catedral. Algo en mi cabeza me dice que cuando la gente deje de echar monedas tendré que entrar en el templo y enfrentarme a Dios en un bis a bis tortuoso. ¿Me recriminará mi sueño de la plaza vaticana? En el sueño Roberto Bolaño no dice nada de mi agorafobia ni de mi teofobia. Me despido de él como se despide la gente en los sueños y regreso a mi posición de mirador oficial de la realidad de mi alrededor. Ya no quiero utilizar más artilugios para acometer mi tarea. Mis ojos bastan. Mis ojos y esta sensación arenosa en la boca del estómago que me dice que va a pasar algo, y lo digo con el mismo empirismo de un indio que pega la oreja a la vía del tren. Mi percepción me avisa de algo inminente. Mi percepción trabaja muchas menos horas que yo observando y en cambio es más brillante. Quiero otro trabajo. Ya está bien. Parezco un juez de pista de tenis en su ridícula silla elevada. Que alguien me prohiba, por favor. Roberto Bolaño ha tirado la armónica y se ha ido a dar una vuelta por ahí. Dios, dejémoslo para otro día, uno que no traiga tantas nubes como hoy.

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