5/1/10

Cuando es de noche la casa saca su colección privada de ruidos. Cuando me meto en la cama y me tapo con el edredón y estiro las piernas, justo en ese momento, escucho el sonido de un pequeño objeto de plástico que choca contra la tarima, es un estruendo mínimo, un chupete que mi hija pequeña ha olvidado sobre la cama. Luego vienen los inexplicables zumbidos de las paredes, como si se pusiesen en orden por la noche o hiciesen su sesión de estiramientos cuando ya no hay luz ni testigos. Las paredes del pasillo empiezan primero, ¿qué harán para que suene así, a instrumento de viento antiguo e inventado que soplara una mosca con delirios intimistas? Debido a los aislamientos y a que las paredes de las casas nuevas suelen ser de pladur se oye poco a los vecinos. Cuando era pequeño y estaba en la cama podía seguir los pasos de la señora que vivía arriba. Iba de un lado a otro, despacio, como si todos los asuntos de la vida los tuviera resueltos y no conociera las imposiciones de la ansiedad. Sus pasos lentos me servían para dormir no sin antes imaginar lo que haría. Recuerdo que a veces pensaba que tenía cachorros de cocodrilo que colocaba a dormir en unos aparatos parecidos a las cunas pero que no acababa de visualizar por puro pánico; ese miedo era el que me empujaba a pensarlo y a pararme en seco al borde del precipicio; una y otra vez iba y venía hasta que la angustia dejaba caer sus sombras de sueño en mi cabeza y la calma me amparaba. Supongo que ser niño es pensar atrocidades como esta y combatirlas después, es una prueba de fuerza, parte de un adiestramiento que luego repetimos en la vida adulta.
Ahora volvamos a mi edad actual, a mi casa actual; mi catálogo de ruidos no ha terminado. Cuando las paredes se han callado es como si las nubes abandonaran el cielo para demostrar la nitidez de la creación, la uniformidad de un azul que se extiende más allá de nuestra comprensión; ese azul en este caso sería la respiración de mi mujer y mis hijas. Los ruidos orgánicos nunca son monótonos y detrás de la supuesta cadencia del ritmo respiratorio hay pequeñas fallas por las que el oído se desliza y tira de la imaginación para incitarla a un viaje. Con esta música de fondo (más cercana la de mi mujer, algo más lejana y en la habitación contigua la de mis hijas) acostumbro a divagar hasta que por fin me duermo. Creo que se conoce y se ama a una persona durmiendo; en ese estado de indefensión cualquier idea acerca de esa persona se vuelve más tierna y de una vulnerabilidad que despierta los sentimientos más protectores. Tanto es así que a veces me da pena dormirme y estaría toda la noche escuchando la respiración y algunas de esas palabras que se pronuncian en sueños (muy ocasionales) de mi mujer y mis hijas. ¿Obraría de la misma forma el rey Lear con sus hijas? Seguro que sí, su ensimismamiento sería tan grande que no dudó en entregarles el reino, una irresponsabilidad que yo compartiría encantado si lo tuviera. ¿O acaso no lo tengo?

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