14/1/10

Cerca de mi casa han puesto un chino. En el rótulo pone frutería selecta pero venden pan, pilas, jabón, cometas y unas lechugas muy grandes que por la noche, bajo la luz de neón, parecen fluorescentes, lechugas de otro planeta para gente de otro planeta. El chino lo lleva un matrimonio joven. Cuando entras parece que estén discutiendo. Ella, desde la caja, le ordena y le grita cosas. Imagino que le dice eres un desastre, no pongas ahí los huevos que se van a caer, no vales para nada, no sé por qué me casé contigo; y él encaja los golpes y refunfuña cosas a media voz, palabras que no entiendo pero que vienen a decir cállate ya, no sé por qué me casé contigo, coloca los malditos huevos tú si eres tan lista. Sin embargo parece que se quieren. Trabajar con tu pareja es duro. Quizá sea el trabajo más duro. Exponerse a la fricción constante de las horas, analizar cada mirada, interpretar cada gesto: un ejercicio que conduce a la locura. Pero puede que ellos no funcionen así. Me gustaría saber su dialecto chino para participar en sus conversaciones, para echarles una mano y quitarle hierro a la situación, jugar a ser un consejero sentimental improvisado para parejas chinas con pequeños negocios en España, eso es lo que pondría en mi tarjeta.
Cuando vengo de trabajar me gusta entrar en su frutería selecta y comprar una barra de pan recién salida de su pequeño horno eléctrico. Ayer, mientras sacaba las monedas para pagar le dije a la mujer: qué bien que tengáis pan; sé que es una frase estúpida, quizá la más estúpida que se puede decir mientras pagas una barra. Ella me sonrió y me dijo que sí, que tenían pan. Sus ojos me trasmitieron un orgullo antiguo, un sentimiento no europeo que me reconfortó. Después se acercó el marido y me sonrió también. Me gusta esa tienda, además el pan cuesta treinta céntimos menos que en el opencor. Bien por ellos. Después salí de la tienda con la barra de pan debajo del brazo. Estaba caliente. Contrastaba con la noche. Me sentí como alguien transportando un recién nacido por un bosque, debía llegar a casa antes de que se enfriase. Un hombre con una barra de pan en medio del invierno, el hombre que lleva el pan a casa. Me sentí bíblico, especial. Un ángel tímido que vuelve con los suyos después de otra jornada. Llevaba un pan comprado en un chino. La vida funcionaba. Antes de doblar la esquina miré para atrás y vi al hombre de la tienda sacando unas cajas de fruta. Estaba allí, plantado en medio de la acera, se me quedó mirando. Juraría que quiso saludarme con la mano. Juraría que yo también estuve tentado de hacerlo. Me di la vuelta y seguí caminando a casa. A nadie le gusta el pan frío.

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