25/9/09

Tengo un vecino que canta gospel por la noche. Este verano ha cantado bastante, la verdad, o es que al tener las ventanas abiertas del dormitorio se oye más todo, incluido el estruendo lejano de un mercancías que pasa a esas horas, cargado imagino que de cartones de leche o somnolientas botellas de aceite que van al norte.
Este amante de la música evangélica americana comienza su recital a eso de la una o una y media, pasado el tren, en medio de un silencio protegido por las cámaras de seguridad de mi urbanización y un vigilante paquistaní que combate la soledad y el aburrimiento con un televisor portátil de color naranja.
El cantante comienza sin mucho preámbulo su concierto aprovechando que el gospel es un género musical que no necesita de más instrumentos que una voz o un conjunto de ellas; lamentablemente sólo canta él. Jamás escuchándole he corrido al telefonillo para avisar al vigilante y denunciar una actitud contraria a la convivencia, jamás he despertado a mi mujer a esas horas para quejarme o, encendido de ira, llamar a la policía local. Simplemente me quedo muy quieto en la cama, boca arriba, y le escucho; supongo que Dios debe hacer lo mismo que yo tumbado en su cama: estar muy quieto controlando la respiración quizá con las manos enlazadas sobre el pecho, escuchando; quién sabe lo que pensará al hacerlo, al oír sus alabanzas, su agradecimiento porque haya tierra que labrar y un sol que sale todos los días y nos calienta; debe sentirse reconfortado, para Él será como un tuno que ronda su balcón con palabras de amor. Yo no llego a tanto, mi emoción es puramente estética, mi asombro pasa por imaginar cómo será la vida del cantante, dónde vivirá, si cantará tumbado o de pie, si estará desnudo o llevará un ridículo pijama de verano comprado con desgana en un centro comercial, si acompañará su canto con una copa de coñac o algún licor que nunca he probado, si estará solo y si ese es el hecho que le empuja a cantar.
Algunas veces he visto una sombra gigante que bajaba hasta el suelo frente a mi ventana, una sombra que apagaba las luces de las farolas, una tiniebla imprevista que apagaba la meticulosa colección de estrellas del verano; sospecho que se trata de la mano de Dios que desciende para algo, para acariciarle como quien acaricia una miniatura o para cogerle con dos dedos y llevarse al músico a su reino o a su cama más allá del cielo. Cuando pasa eso el cantante deja de cantar y vuelve el silencio y no me gusta que el recital se interrumpa porque a esas alturas ya estaba imaginando extensos campos de algodón, me veía paseando en medio de esos campos mientras un ciervo con unas gafas idénticas a las mías me decía que la vida es más sencilla de lo que creo. Pero esa pausa, ese silencio, no sé, me irrita. ¿Por qué Dios tiene que interferir en los asuntos de los hombres?
Después al poco rato vuelve a cantar. Dios se ha debido quedar dormido o le ha dado pereza bajar la mano y rebuscar entre las casas (para Él de muñecas) y tomarlo a la fuerza. Con ese último pensamiento yo también me duermo esperando que mañana vuelva a estar ahí y tenga ganas de cantar.

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