24/9/09

Su amigo puso la agencia hace diez años. Se llevó a dos rubias que no tenían ni idea de publicidad pero sabían cómo tratar a un cliente, me refiero a las miradas prometedoras en las cenas o a ese tono inconfundible que adquieren algunas mujeres cuando hablan por teléfono con hombres. Por lo demás la agencia de mi amigo no tenía muchas ambiciones de cambiar nada ni de revolucionar el mercado; comparado con un restaurante podía ser uno de esos sitios que ofrecen falsa cocina de autor a precios disparatados. Pero la cosa funcionó porque hace diez años funcionaba cualquier cosa. Supongo que mi amigo ganó dinero y que la plantilla fue engordando: a las dos rubias le seguirían otras rubias minuciosamente entrenadas en el servicio al cliente. Lo malo vino hace un par de años, la economía empezó a dar malos síntomas aunque nadie en la agencia quiso ver en dichas señales el final de nada. Siempre resulta curioso el efecto de mezclar vino caro con autoengaño. Las comidas y las cenas de trabajo se siguieron sucediendo, más las cenas, territorio en el que mi amigo se manejaba a la perfección fidelizando clientes, él y su comando paramilitar de rubias que no dejaban ningún resquicio a la improvisación.
Él por aquel entonces trabajaba en una multinacional y las cosas no iban ni bien ni mal, lo mejor es que a final de mes siempre entraba el dinero, daba igual que lo hubieras hecho bien o no o que ese mes hubieras sido un fiasco o un lastre para la compañía: el dinero entraba. Muchos días cuando quedaba con su amigo envidiaba su arrojo, su determinación emprendedora, su instinto para los negocios, virtudes de las que él carecía y que automáticamente levantaban en un pedestal la imagen de su amigo. Tampoco reparaba en los trucos o argucias que éste utilizaba, prefería deslumbrarse con el brillo de sus tarjetas de crédito o la carrocería negra de su deportivo italiano del que nunca llegó a averiguar la marca y que por vergüenza nunca preguntó.
Hace unos meses coincidió con su amigo en un bar; parecía haber dejado su disfraz de triunfador en algún sitio muy lejos de allí, las rubias no estaban ni tampoco la mayoría de sus tarjetas de crédito. Le contó que había tenido que cerrar la agencia, que tuvo líos, juicios y asuntos verdaderamente desagradables de contar. El hecho es que había vendido el coche italiano y se había comprado un utilitario de segunda mano. Malos tiempos, le dijo mientras su mano se posaba paternal en el hombro de su amigo, malos tiempos, sólo espero que la cosa se arregle y vuelva a abrir otra agencia, tengo muchas ideas, esta vez va a funcionar, ya verás. A la hora de pagar, su amigo se hizo el despistado y él comprendió que debía echar mano de su dinero. En parte le debía alguna que otra juerga y la música de los viejos tiempos siempre acaba tocando su condenado violín en cualquier esquina.

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