23/9/09

Abro puertas y las cierro, pulso botones, espero, miro los indicadores luminosos, escucho los mensajes por la megafonía interna que me alertan de un corte repentino en la línea seis o de que el pan está recién sacado del horno en la sección de panadería, me informan del tiempo e incluso una señora que se llama Mari Carmen me escribe para decirme que ha detectado algo en mí, como una fuerza desconocida, un grito que necesita ser escuchado por 1,09 euros / minuto.
Abro y cierro puertas, puertas grandes de ascensor antiguo o pequeñas y de plástico de mircroondas, al cerrarlas espero y procuro poner una cara apacible, mi cara más amaestrada en la que reflejo que la madurez es un ejercicio constante de paciencia, la misma que deben tener los elefantes viejos de un circo, la misma cuando sus cuatro patas están sobre una plataforma metálica decorada con estrellas y el domador hace círculos interminables y restaña un látigo que ya apenas suena. Es inevitable pensar que en ocasiones soy ese elefante, un elefante que de pequeño pensaba que la madurez consistía en fumar en pipa delante de una chimenea con un jersey confortable y muy tupido, fumar pensando en todo lo hermoso que acarrea la vida y el paso del tiempo; una madurez fotográfica, estática pero sonriente, condenada a ser casi un cuadro de sí misma para la autocontemplación en días nefastos.
Abro y cierro puertas: grandes como la del garaje, pequeñas como las de la casa de muñecas de mis hijas y también abro las de sus pequeños armarios que esconden trajes y enseres de plástico que me siguen fascinando incluso más que a ellas, sueño que vivo allí, que el elefante se hace pequeño y se refugia en el dormitorio de las flores, allí no me encuentra Mari Carmen ni sus presagios telefónicos, allí no sopla este viento negro que sabe mi nombre y lo va diciendo por toda la ciudad como un cazarecompensas enloquecido.

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