27/6/09

La casa, la casa vacía, sólo el pitido irregular de mis oídos la habita. Suena un reloj lejano, en el salón. Por el patio asciende el ruido de un televisor encendido. Una chica habla alto con alguien. Pasa una moto. Frena. El motor sigue en marcha y luego deja de sonar. Más a lo lejos se escucha el sonido de un tren de cercanías, quizá el último, dada la hora. Es sábado o lo fue. Las cañerías de un edificio son la constatación de que está vivo; también el motor de la nevera que, de tanto en tanto, se pone en marcha de nuevo. Mi mesa está llena de lápices esparcidos sin ningún orden. También hay un cañón pequeño, de metal, que hace unos meses mi padre quiso que me quedara; ahora lo utiliza Mireia para jugar. Mireia no está, la echo de menos, está en la playa; ahora estará dormida en una cama que no logro imaginar bien aunque me resulte familiar. ¿Estará la ventana de su habitación cerrada? ¿Habrá pensado hoy en mí aunque sólo sea un momento? La moto ha vuelto a arrancar, puede que perteneciera a un repartidor de comida, alguien que ha hecho su trabajo y vuelve por donde ha venido sin darle más importancia a esta noche y sus extraños ruidos y sus coincidencias.

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