23/3/09

Esta tarde he visto un hombre-anuncio en la Gran Vía; hace años eran más comunes, siempre con sus mensajes de "compro oro", "compro relojes" o anticuados eslóganes de restaurantes o salas de fiestas escritos a mano. Lo que me ha sorprendido del de hoy era que iba acompañado de su hija, una niña de unos cinco o seis años que permanecía a unos metros prudenciales de su padre, supongo que por vergüenza de verle emparedado entre dos carteles que no acababa de entender. La niña miraba de tanto en tanto a su padre, que caminaba serio intentando otorgar dignidad o eficacia a su cometido de anunciar. Reconozco que me produjo tristeza imaginar los pensamientos de la niña, los de ahora y los que tendrá en el futuro cuando recuerde esta escena u otras similares, los paseos con su padre, el pudor infantil disimulado jugando con las teclas de un teléfono público mientras se mantiene baja la mirada, los plantones cerca de un semáforo concurrido, las caras de las personas que le miraban y veían más la indignidad del medio publicitario que el mensaje que anunciaba. ¿Qué pensará la niña de tener un padre-anuncio? 
Cuando les pierdo de vista me molesta comprobar que su historia viaja ya conmigo. Preferiría tener esa misma facilidad con historias más felices, con escenas que llenaran de luz los callejones de mi corazón; pero no. La tristeza de los hombres-anuncio me acompaña adonde quiera que vaya porque yo también he sido otra clase de hombre-anuncio y también sentía las miradas de mi hija cuando elegía mi trabajo antes que jugar con ella. Es odioso reconocerse en alguien que con tanta facilidad te resume tantos años de tu vida en unos segundos.

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