18/3/09

El hombre razonablemente bien vestido espera en el paso de peatones con un sobre grande (que contiene una radiografía) colgando de la pinza descuidada y casi sin fuerza que hacen el dedo pulgar e índice de su mano derecha. Acaba de salir de la consulta de un médico. Acaba de bajar los seis tramos de escalera antigua y excesivamente encerada de un edificio representativo (como los llaman en los anuncios inmobiliarios) y espera a que el muñeco verde del semáforo le indique que hay que caminar: mover las piernas y balancear los brazos cuidando de que el sobre de la radiografía no acabe en el suelo sobre un charco o sea la rueda de un coche la que lo estampe de suciedad para siempre. 
El hombre razonablemente bien vestido está cansado de esperar y ahora tendrá que convivir con una duda en forma de mancha que ha aparecido en su pulmón izquierdo; una alteración casi imperceptible pero lo suficientemente grande como para tapar el sol de una mañana de marzo que contiene todo lo necesario para imaginar la primavera. 
Yo me cruzo con él y mi mirada intenta radiografiar el sobre, mis ojos juegan a una segunda radiografía de sus pulmones. Siento que la mancha se balancea sobre el abismo oscuro de un paso de peatones y que permanece indiferente a cualquier estado de ánimo o a cualquier indicio de cambio de estación con sus radiantes y floridas consecuencias. 
El hombre razonablemente bien vestido ha desaparecido ya de mi campo de visión; ahora está detrás, actúa a mi espalda y allí tendrá que construirse poco a poco una nueva vida junto a su mancha.

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