18/3/09

Ayer bañé a mis hijas. Hacía mucho tiempo que no lo hacía; siempre es mi mujer la que con férrea determinación lo hace cada tarde cuando llegan del colegio. Cada una tiene un jabón diferente y su propia esponja que ya había olvidado y acondicionadores diferentes para el pelo. Primero le tocó a la más pequeña; accioné el dispensador de su bote de champú y empecé con su pelo. Las dos reían. Reconozco que me gustó bañarlas, no sé si porque el ruido del agua mezclado con sus risas sirvió para tapar mis otros ruidos: esos que no dejan de martirizarme todo el día y que van del chirrido agudo y exasperante al retumbar más grave. Hacerse mayor significa aprender a convivir con tu catálogo de ruidos que van cambiando dependiendo de la época y sus circunstancias. Enjabonar la piel de tus hijas a la vez que cantas canciones -que ellas conocen bien- puede servir de antídoto para las letanías interiores: el yo y su patética orquesta con sus cien instrumentos de viento que no cesan nunca. 
Cuando quité el tapón de la bañera me quedé un instante viendo la formación del remolino de agua. Había patos de goma, cuentos de hojas impermeables, esponjas con forma de cangrejo, islas de espuma sucia y restos (casi imperceptibles) de mi mundo interior que ya no servían para nada.

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