25/2/09

Tengo un espejo circular de aumento en el baño. Cada mañana me miro en él y repaso lentamente los pelos que han crecido por la noche y que asoman por mi cara, mis dedos repasan el mentón, el bigote y la mandíbula. Nunca he tenido mucha barba. Durante años envidié a los que la tenían. Ahora no. Ahora quisiera que no me creciera el pelo, que cada mañana mi cara estuviese limpia, que sus poros no albergaran la semilla pilosa que va poniendo ritmo de tam tam al tiempo. Cuando no puedo resistir la visión de mi cara cojo la maquinilla de afeitar y (sin espuma) voy repasando algunas zonas; la contemplación de mi cara en aumento me produce una sensación extraña, es como contemplar un planeta que se despierta y te mira triste o avergonzado. A veces pienso que debería dejar de mirarme en ese espejo: por sus mentiras o por la exageración que propone o la insidiosa lucidez que me ofrece cada día. Cada mañana es lo mismo: el crecimiento del vello durante la noche ha manchado el jardín de mi rostro. Son malas hierbas, rastrojos que el jardinero debe extirpar (ojalá que de raíz) para que nadie note que ha pasado el tiempo. ¿Hasta cuándo todo esto? ¿Hasta cuándo la contemplación y el movimiento de los dedos y la certeza de que somos rehenes de los días?
Debería comprar un espejo de disminución, -o por qué no de disminución progresiva- uno en el que con el paso de los meses dejara de verme; desaparecer ante un espejo debe ser una experiencia muy satisfactoria; no ya el pelo sino todo tu rostro sumido por una ilusión óptica que te transporta a las tierras de la nada y te permite vivir allí, lejos de la mirada del mundo.

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