15/2/09

Qué poco se parecen los cumpleaños de mis hijas a los que yo celebraba a su edad. Recuerdo que, a los seis u ocho años, invitaba a casa a mis tres o cuatro mejores amigos y merendábamos delante del nuevo televisor Vanguard en color que habían comprado mis padres; durante la merienda no se hablaba mucho y los ojos se quedaban pegados en la granulosa masa coloreada que oscilaba en la pantalla; después había lucha libre en la alfombra del salón. Una vez gané a Pacheco, le tenía noqueado bajo mi cuerpo, sentí la rabia de su cara, su orgullo maltrecho y herido que no se resistía a tales vilezas: perder. Después, cuando oscurecía tanto como para que el campanario de las monjas se confundiese con un cohete gótico, mis amigos se despedían y volvían a sus casas con los faldones de la camisa por fuera y el pelo revuelto. 
Los cumpleaños de mis hijas parecen fiestas organizadas por empresas, eventos milimetrados en los que nada escapa a la casualidad. Animadores, músicas grabadas, líneas amarillas y líneas rojas en las que sus veinte amigos se sientan y aguardan turno para la pregunta del animador o para deslizarse por una tirolina que cumple todas las medidas homologadas por la Comunidad Europea. ¿Cuáles son mejores? Sin duda los de cada uno. Yo me quedo con los míos, por razones obvias, porque ya soy esclavo de mi tiempo, porque no podría ser de otra forma. Aun veo la cara de Pacheco, inmovilizado sobre la alfombra persa del salón de mis padres, puedo oír las maldiciones de su orgullo que viajan espectrales por las cunetas de mi memoria.

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