2/2/09

Me interesa mucho la luz de enero; me interesó el otro día cuando vi una pelota de tenis en medio de la calle, cerca de mi casa. Era una pelota de tenis amarilla que se movía ligeramente con el viento sobre el asfalto mojado, parecía estar sobre una parrilla apagada, parecía un planeta menor que, de buenas a primeras, se desvanece del cielo y cae sobre el planeta madre. Allí estaba la luz de enero, disfrazada de pequeña emboscada, de visir que ofrece un cargamento de sedas a la emperatriz de un reino vecino.
Cuando paseo con mi hija Alba hablamos mucho de la luz, de lo que ella interpreta en su mirada, de cómo sus ojos (un poco achinados) dibujan las escalas de luminosidad y de cómo su memoria va catalogando y evaluando. La luz acompaña a los recuerdos, hace que las impresiones sean fidedignas. Me gusta pasear bajo esta luz de enero, tan insospechada, tan poco escrita o dibujada en los museos; supongo que es una luz de tránsito, como lo es enero (que actúa de lejano puente a la primavera).
Lo cierto es que cogí la pelota de tenis con la mano y la arrojé sobre la verja en dirección a la pista de paddle. Ninguna voz escuché que dijera "gracias"; quizá su dueño supuso que nadie la devolvería, que ninguna mano la tomaría para dibujar un arco en el aire. Reconozco que no lo hice por bondad, fue el deseo de ver cómo un planeta amarillo viajaba a través de la luz de este primer mes de todos los años.

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