13/2/09

Hay libros que desearías que no se acabaran nunca. Me pasa mucho cuando leo a Pamuk. Voy por la página treinta y lo cierro, cojo el libro con las dos manos, lo huelo, tamborileo los dedos en la portada y escucho el ruido hueco y apagado de la masa de papel, después me acerco el lomo al ojo y descubro las minúsculas imperfecciones del corte de las hojas, lo que la guillotina de la imprenta no ha sido capaz de diseccionar con absoluta perfección. Entonces vuelvo a abrirlo y leo otro trozo con avaricia, sin correr; no quiero que se acabe, me repito una y otra vez.
Creo que esta acción se parece mucho a la vida, a la forma en que administro el tiempo y a mi percepción de los días. Hay que contemplar el total de las páginas que intuimos que vamos a vivir. Yo estoy seguro que llegaré a las 427; no quiero más, ni agradecimientos ni pomposos epílogos que resten sabor al punto final. ¿Será que mi vida se parece a un libro de Pamuk? ¿Seré turco sin saberlo? Quiero avanzar y a la vez no quiero hacerlo. No puedo soportar la idea de que sólo me queden diez páginas por leer. ¿Qué será de mí después? ¿Tendré que esperar sentado a que Pamuk publique el siguiente? ¿Le importará a Pamuk todo esto? ¿Comerá aceitunas y queso fresco como si nada?
Bueno, sí, es verdad, es obvio: lo que no quiero que se acabe es la vida. Sólo una puntualización: la vida normal, entendida como montaña de horas que pasan, no me preocupa que se acabe; es la otra vida, la que transcurre en ciudades inventadas, la que no soportaría que falleciese un día, sin avisar. Creo que Pamuk sabe de lo que hablo.

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