24/2/09

El ángel de la mañana se ha tumbado sobre el césped artificial de alguna urbanización de esta calle: por eso el silencio, que sólo es interrumpido por el deslizamiento de un vaso en algún fregadero o la voz de un locutor que se muestra excesivamente alegre desde el micrófono de su estudio. Hasta la luz parece más nítida y dibuja sobre las tapias líneas de una perfección agobiante. El ángel de la mañana duerme con los brazos en la nuca y las alas desplegadas mientras los carteros comerciales acarrean sus carritos naranjas y vislumbran otros mundos en los folletos comerciales que muestran familias que sonríen mucho y por nada. Es una mañana en la calle de mi urbanización, una excusa del sol para preparar el óleo de la próxima primavera, las hojas que ya son proyecto en el interior de las ramas y todos los sonidos que se avecinan de hierba creciendo, pijamas doblándose, botas altas que viajan a los trasteros y la máquina de café de la cafetería de la esquina que bufa inconsolable por sus propias desgracias. El ángel de la mañana cierra los ojos muy fuerte y en sus alas se advierte un tímido brío como de echarse a volar. El portero de la urbanización maneja una escoba reluciente con desgana, arrincona colillas y envoltorios de dulces que los niños tiraron la tarde anterior. El portero no repara en la figura del ángel y en la majestad de contemplar unas alas blancas, abiertas, sobre una extensión olvidada de césped condenado a no crecer nunca más.

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