10/1/09

Esperaba un día así para escuchar mi sonatina favorita de Sibelius (sonatina en Fa sostenido menor, Op.67). Por fin llegó la nieve y con ella los muñecos improvisados que han hecho los niños de la urbanización, ansiosos de emular tantas películas en las que otros niños los hacen y ponen zanahorias y hasta sombreros y ramas que hacen de brazos. Sibelius se las arregló para que todo eso sonase único y no como el relamido remade de lo que otros nos cuentan. La nieve cayó con persistencia y había algo de majestad (palabra lamentablemente asociada a la contemplación de nieve cayendo) en la estampa que proponía. El invierno es un sistema de cables mal conectados que provoca sequedad en la piel y una tristeza perenne representada en sus cielos sucios y la poca luminosidad de los días. Imagino que Sibelius asistiría a muchos de estos paisajes en su Finlandia natal, imagino su piano de madera marrón veteada junto a la ventana de su estudio; y la nieve y sus manos y el ritmo que le imprimía a su música que parece habitar en un mundo de hielos sedosos y hadas muertas que flotan amoratadas en el fondo del gélido mar. Una sonatina es una sonata menor y por eso le va muy bien a un escenario menor como el que contemplo; emulaciones, muñecos de nieve a ras de suelo que difícilmente mantendrán su anatomía dentro de doce horas cuando vuelva a salir el sol y nos recuerde que España no es Finlandia y que la piscina tapada con su funda azul ya sueña con el momento de desperezarse para que los mismos niños de hoy salten a cámara lenta festejando el verano.

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