20/1/09

Conocí a Chet Baker en 1991. Estaba con un amigo, mi querido “x”, en una tienda de discos en Berlín. Aunque era agosto, el dios que gobierna los cielos alemanes había derramado millones de litros de pintura gris por el este y el oeste dejando la ciudad a merced de la tristeza. Chet me miró desde al portada de un disco suyo de 1956. A primera vista parecía el tipo de persona que no le da mucha importancia a nada; después, si te quedabas mirando un rato empezabas a distinguir pequeñas islas de material sensible en su mirada.
Compré el disco. Volví a Madrid. Pasó el tiempo montado en su coche de alquiler y me fue dejando trozos de amor escondidos en papeleras, mesas de restaurante y salas de embarque. También me arrancó flores -que yo cultivaba con destreza victoriana- sin molestarse en pronunciar ni un mísero “lo siento”.
Desde aquellos días nunca dejó de sonar Chet Baker. Su trompeta presidía cada página del guión. Los exteriores día caminando frente a las olas. Los interiores noche en compañía de mujeres sin cabeza que repetían mi nombre con desgana. Todo era lícito si de fondo sonaba él. Todo adquiría consistencia emocional si sus dedos me mantenían en equilibrio por los puentes colgantes que cruzan las regiones del vacío.
Entre disco y disco me casé. Buscaba una mujer evanescente que supiera mantener el pulso del silencio, y la encontré. Pasábamos las horas en un minúsculo apartamento de Les Corts, en Barcelona, abrazados, protegiéndonos de posibles monstruos que acecharan por los tubos del aire acondicionado, muy juntos y comiendo jamón, muy juntos y bebiendo vino mientras Chet hacía de las suyas subiendo y bajando las escaleras de su palacio de espuma.
El tiempo cambió de coche y un día apareció por mi calle con un flamante Ford Mustang descapotable de 1966, negro y brillante como un día en el infierno. Aminoró la marcha y creo recordar que me hizo algo parecido a un guiño que venía a decir: “aprovecha el momento porque he encargado varios días de sol para ti”. Después giró a la derecha y le perdí de vista una buena temporada.
La felicidad había repartido boletos para su lotería (de vez en cuando pasa) y en uno de ellos figuraba mi nombre (no en letras grandes, pero sí lo suficientemente claro como para que no hubiera dudas al canjearlo) y a los pocos días nació Alba, mi primera hija. Chet vino a la clínica y tocó una versión de “Time on my hands (You in my arms)” de tal delicadeza que todos los recién nacidos de la planta estuvieron varios días sin llorar. Las enfermeras se sorprendieron, pero sólo mi mujer y yo sabíamos la verdad.
El cuentakilómetros del coche que transportaba al Sr. Tiempo siguió corriendo, como siempre. Llegó mi segundo hija, Mireia, segundo planeta de mi sistema solar. La música seguía sonando. Chet se estaba convirtiendo en ese amigo de la familia que un día tus hijas acaban llamando tío. Venía a casa los domingos, quizá un poco más serio, pero siempre, con los cafés en la mesa, sacaba su trompeta, esa que hace crecer la hierba en un día de nieve, y aquella diosa dorada nos recordaba poco a poco en qué consiste la vida.
Y de pronto el después se convirtió en ahora. En el siguiente sorteo, la felicidad relegó mi nombre a la parte baja de la columna de la izquierda, en un cuerpo de letra tan diminuto que parecía un error de imprenta. Llegó la fluctuación, las facturas atrasadas de tantos días luminosos. Siempre pasa. Un día, la multinacional en la que hacía anuncios me despidió. Chet me ayudó a bajar la caja de cartón hasta la calle. Por el camino me dijo: “It could happens to you”, asentí con la cabeza y nos despedimos; yo cogí un tren para ir a casa, pero el tren me dejó en otra estación.
A veces, cuando despierto, miro por la ventana preguntándome dónde estoy, dónde está mi vida y cómo se llama la estación en la que me bajé. Miro a mi mujer y puedo sentir el mismo amor de los días en que le presenté a Chet en el apartamento de Barcelona.
Ahora escribo. Me siento en el suelo y, con mucha paciencia, pego los trozos de los últimos años de mi vida. A veces el pegamento me arde en los dedos y me vuelvo loco buscando una pieza de 1998 que no aparece. Chet, desde los altavoces ingleses del salón me recuerda que tenga paciencia, que la luna seguirá estando alta para mí, que somos tú y la noche y la música, que septiembre tiene su propia canción; ese tipo de cosas que me calman, como pasear con él por alguna calle de West Hollywood buscando un sitio donde pongan café decente y algo de música a cualquier hora.

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