30/12/08

Mi mesa está revuelta. Llevo días pensando en poner orden pero cuando me siento no lo hago. Hay un ratón de trapo de mi hija pequeña, un mechero, la funda de la grabadora digital, un sobre con fotografías de mis abuelos, varios tacos de post-it, un comprimido de ibuprofeno, un gemelo de plata, el extraterrestre que me regaló mi hija mayor por mi cumpleaños, el adaptador del ipod, una funda vieja de gafas y el taco de folios de lo que llevo de novela. Cada una de estas cosas ha ocupado su propio espacio. El ratón de trapo yace de espaldas como si estuviera en la playa, me gusta su expresión de ojos cosidos y hocico negro, la sombra que proyecta su cabeza cae sobre uno de los papelitos adhesivos de color verde, en él veo escrita una frase referente a que mi abuelo regresó de la guerra de Melilla con una enfermedad de estómago, bajo ella está subrayada la palabra "irreconocible". Desde que empecé a escribir la novela se han ido amontonando objetos sobre el cristal de mi mesa y no me atrevo a apartarlos o a decirles a mis hijas que no pongan sus cosas aquí; temo que eso pudiese afectar el orden interno de las cosas, su disposición calculada que a mis ojos sólo parece caos o casualidad. 
Mi mesa me recuerda el milagro de la escritura: palabras que se van posando en una página y que más tarde asumen su condición de piezas o pequeños planetas de un sistema organizado. La literatura funciona por acumulación y en los estratos de palabras que vamos formando al escribir está la respuesta de todo; los terrenos se compactan con el paso de los siglos, las palabras adquieren consistencia o fragilidad con el mismo paso del tiempo.
No me atrevo a tocar nada, no quiero corregir nada, que se quede por siempre el ratón de trapo mirando al techo y que su cabeza ensombrezca todo lo irreconocible que esconde el mundo.

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