13/12/08

Llorar huesos
es un deporte de invierno,
practicable
bajo una lámpara
de bajísima
incandescencia.
¿Cómo se juega?
-te preguntarás-.
Única regla:
cuando ya no queda
nada que llorar,
lloras huesos.

Las emisoras de radio
lo promueven:
concitan
al alacrán nostálgico,
pim, pim, pim,
sus patitas
avanzan
por el macramé sagrado
de tus recuerdos
repartiendo
octavillas injuriosas
contra ti.
El bicho
pasa revista
a tus heridas
alineadas,
cabeza alta y voz ronca,
desafiantes embajadoras
de la nada.

Y tus párpados,
mientras
-muy despacio-
muelen huesos
que,
a cierta distancia,
un niño feliz
confundiría
con la nieve.

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