6/11/08

No hay nada peor que encontrar una foto antigua en un libro; es una trampa. Lo mejor sería tirarla, no verla, apartarla de tu vida y mandarla de una patada al vertedero ilegal del pasado. Porque si la ves te das cuenta de lo ridículo de cuatro amigos que se juntan para salir en una foto; te ves con un jersey amarillo que hoy serías incapaz de llevar y una sonrisa bobalicona que compartes con ellos. ¿De qué sirve guardar fotografías? Un agónico "yo estuve aquí" es el causante de todo, un "quiero que cuando veas esto pienses en el que fui un día" que sofoque el incendio de nuestra vanidad. Sólo eso. El tiempo ya se encarga de hacerse ver, su presencia es constante como el parpadeo de un semáforo, no da tregua ni pretende hacer concesiones contigo como una madre abnegada. Tu jersey amarillo es tan ridículo como tus ganas de recordar. Martín, Miguel, Marta y tú en la última fila de un autocar. Miguel lleva una pelliza con el cuello levantado. Marta posa su mano discretamente sobre el antebrazo de Martín. Ahora te fijas en esa mano y entiendes muchas cosas que hace veinticinco años no podías evaluar: la destreza de los sentimientos, la agudeza femenina a la hora de soltar cometas en el cielo y bengalas luminosas para marcar una posición. Tú estás a su lado y no asistes al milagro, no prevés, no anticipas nada ni tu pensamiento ata las cuidadosas cuerdas que sostienen las razones del corazón.
Las fotografías son testimonios de felicidad condensada, espesa carga de alegría que te obligan a llevar a la espalda mientras asciendes por tus montañas. Era de noche y era invierno, no me hace falta recordar nada más, no quiero rebobinar el ruidoso aparato de mi memoria. Los libros que aceptan este tipo de cosas entre sus páginas deberían ser castigados; un libro que esconde fotografías antiguas se expone a ser arrojado a la basura, pena de muerte por colaborar con un enemigo antiguo que quiere mordernos las sienes con sus dientecillos de mierda.

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