7/11/08

Me molestan los libros que tienen más de quinientas páginas; no es que tenga nada en contra de las obras o sus autores, es por el libro en sí. Me gusta leer tumbado, aprovecho cualquier sofá o incluso la cama (pero nunca antes de dormir) para leer. En esta posición un libro de más de quinientas páginas acaba por producir dolor en los pulgares al sufrir una tensión excesiva si la lectura se prolonga más de media hora. Hasta ahora ningún editor ha pensado en un sistema de libro desmontable que hiciera más cómoda la lectura. Imaginemos que el libro se pudiera descomponer en pequeñas unidades de cien páginas, resultaría más fácil para todos. Además, las novelas voluminosas asustan. Cuando uno está en la librería y va pasando revista con la mirada a los volúmenes se va produciendo ya un proceso automático de valoración física de tamaños de cada ejemplar que luego las manos deberán juzgar finalmente. Una vez comprado el libro llegas a casa y lo vuelves a tomar en tus manos, se sopesa de nuevo, se calcula el tiempo de lectura y comienza una relación amistosa con la obra. Durante muchos días ese libro nos va a acompañar, lo vamos a ver por casa sobre la mesa de la cocina, en el estante del baño, en el suelo junto a un vaso ya vacío. 
Una obra de menos de trescientas páginas resulta ligera y la lectura también resulta más rápida. En trescientas páginas una historia se resuelve sin grandes descripciones de amaneceres ni soliloquios recargados a cerca del sentimiento de culpa o la soledad; suele abundar la acción o el minimalismo, no hay tregua. En cambio, una obra de quinientas páginas da cabida a idas y venidas, a ríos diminutos que van surcando la piel de lo sucedido como vasos sanguíneos, los detalles crean la trama (si es que la hay) o se convierten en la auténtica trama. Lo terrible es que la vida se parece más a una novela de novecientas páginas que a una de cien: por eso acabo siempre con los pulgares destrozados.

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