3/11/08

La intuición es un pájaro raro. Levanta el vuelo asustado a la mínima señal y nos deja un reguero de dudas en el aire, microscópicas plumas que luego hemos de analizar y cotejar hasta el cansancio. La intuición debería relajarse, comprarse un billete de avión barato y largarse de vacaciones una temporada. Se cree imprescindible, como esos libros encuadernados en piel. Hay que decirle "basta", ponerse serios con ella, que no piense que la contemplamos dentro de su urna todo el día esperando vaticinios. El deporte de vivir es más sencillo. Uno se levanta y se pone ropa cómoda, después se abre una puerta y sale la vida con su batín rojo de seda y sus guantes relucientes; suena la campana y empieza a atizarte sin piedad mientras tu cerebro te miente y te obliga a resistir otros cien asaltos con la excusa de que ha tenido una intuición. Al diablo con ella. Elijamos mejores consejeros. No tenemos que sufrir tiranías tan domésticas. ¿Qué hay del instinto? Parece el hermano bala perdida que nunca acabó la carrera, el que se fue un día de casa y no viene ni por navidad. El instinto es libre y seguro que tiene mejores músculos que su hermana. 
Todo es una trampa: los designios, las certezas, las señales por el camino, esa mota roja que vemos en la hoja de una planta mientras esperamos en la cola del banco, las nubes con sus disfraces cambiantes o el coche plateado que dobla la esquina y se detiene a nuestro lado. ¿Qué queremos ver en realidad? Nos han engañado, nos han mentido a cerca de nuestra escala real: nuestra importancia va ligada a nuestro tamaño. Inventaron las quimeras para entretenernos entre comida y comida o para mecer nuestro torpe sueño. La naturaleza actúa en desbandada cometiendo ordalías por nuestra carne. El destino trota en huida con su puñado de soldados asustados. La naturaleza avanza quemando nuestros poblados, arrasando y hollando con su lanza nuestras pompas de ilusión.  ¿Desde dónde creéis que ve nuestra intuición la batalla?

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