Estábamos tomando whisky con coca cola light. Estábamos en un falso pub irlandés con falsos cuadros de época en las paredes. A pesar de todo se estaba bien. Te subía por el cuerpo un calor antiguo y acogedor que los dueños de la franquicia habrían tenido en cuenta al principio, cuando el asunto de los falsos adornos de pared todavía eran una idea vaga en sus conversaciones.
La música sonaba, la de dentro empezó a ganar a la de fuera. Paul Mouriat estaba a nuestro lado, había entrado con dos mujeres muy altas, una de ellas llevaba en brazos un chiguagua con un lazo amarillo. Pidieron champán. Joder, sólo Paul Mauriat podía pedir champán en un falso pub irlandés. Aquel tipo debía ser un genio.
Acabamos la copa y nos fuimos. Los dos tenemos hijos y no nos gusta llegar demasiado tarde a casa. Los niños habrían cenado ya (mis hijas, al menos, sí) y la mala conciencia se dispara cuando abres la puerta y compruebas que ya se han acostado.
Cuando llegué a casa las luces estaban apagadas. Mi mujer y mis hijas dormían. Me metí en la cama y no podía dejar de pensar en las manos del padre de mi amigo conduciendo un coche que ya no existe.
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