7/10/08

Pienso en Virginia Woolf escribiendo. Es 1940 y los aviones alemanes sobrevuelan día y noche Inglaterra. Virginia fuma nerviosa y mira por la ventana. Piensa en su madre, muerta, y un reguero de tristeza desciende por su brazo y salta al vacío desde el trampolín de su cigarro. 
Resultaría todo más sencillo si no pensara en Virginia Woolf, si pensara nada más en el olor de alguna fruta agradable o en la ondulación del tiempo mientras remuevo el café. 
Los ojos de Virginia descienden al suelo, a una mancha rosácea en la alfombra. La puntera de su zapato la recorre y finalmente la cubre. Un escuadrón de bombarderos alemanes se aleja de Londres, despacio, dejando en el aire hilos negros que caen -sobre los barrios en miniatura- como serpientes amaestradas que llevan la muerte bajo su piel. Virginia se pregunta sobre el sentido de escribir cuando todo lo que te rodea obedece a los mecanismos naturales del mundo, a sus tuberías y cruces, a sus causas y efectos subrayados en rojo en el cuaderno de los días; todo espeso y real como el tránsito digestivo o una válvula en un motor. 
Observo a mi hija, me mira, intento imaginar cómo sería mi vida en 1940, en Inglaterra; lo que sentiría al comprobar el miedo por el devenir de una guerra, salir a la calle y correr cuando sonaran las sirenas, llevar a mi hija en brazos, buscar el refugio o la parada de metro que estuviera cerca. 
Todas las biografías se funden en un mismo recipiente; allí, los materiales humanos se mezclan y confunden hasta hacerse uno solo mientras el resto de las cosas que han adornado una vida se van evaporando. Quizá Virginia lo estuviera pensando aquel día, igual que hoy yo.

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