20/10/08

Migas del desayuno en la mesa de la cocina. El lunes se despierta como una adolescente consentida, estira los brazos y pide un poco más de sueño con la cabeza envuelta en la almohada. Fuera, supongo, los coches llenan las circunvalaciones de la ciudad a la espera de poder entrar otra semana más en el juego. En la radio no suena nada decente. Anuncios de clínicas dentales y una cuña -que me hace mucha gracia- de un aparato para perder peso. El dios de la belleza ha dejado preciosas migas de bizcocho en mi mesa; a su lado, una isla circular de cola cao en medio de un mar de cristal translúcido, el mar de la calma. El lunes me pide que baje la radio y que le prepare dos tostadas con mantequilla. Estoy harto de ser el mayordomo de ciertos días de la semana. Le digo que me olvide, que estoy escribiendo y que no se le ocurra tocar las migas que hay encima de la mesa: son vestigio de una forma de vida, arqueología cotidiana que un día no lograré recordar.

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