16/10/08

Llega un día en el que el tiempo llama a tu puerta. Abres y ves a un señor que es como tú pero que parece haber llevado otra vida. “Vengo a recordarte que morirás pronto”, te dice. Tú sientes el peso de tu cuerpo, te gustaría tumbarte en el suelo y abandonarte al sueño mientras sus palabras caen sobre ti.
Yo recibí esa visita el otro día. Estaba en casa con esos pantalones azules que me pongo para no hacer nada, están gastados por la parte delantera y siempre que los veo me dan ganas de tirarlos, pero nunca lo hago. Estaba mandando e-mails sin ningún tipo de rigor, a diestro y siniestro, la mayoría de las agencias no las conocía, debían ser pequeñas pero no importaba, sólo quería ofrecer mi colaboración en algún concurso o campaña. La redacción de la misiva no era gran cosa: nombre, experiencia en el sector, premios, clientes y un link para mostrar mi trabajo. A medida que los enviaba me iba produciendo una sensación extraña en el estómago, cosas negras bajando por sus paredes, despacio, dejando una carga insoportable de amargura. Sin duda se trataba de la señal de alarma que salta cuando tienes la obligación de sujetar con fuerza el timón del futuro. Mi zanahoria (la que desde hacía más de quince años me había auto impuesto para marcar el camino) estaba podrida; incluso el palo que la sujetaba mostraba síntomas de sequedad, con pequeñas penínsulas de roña que se extendían a lo largo. Después de tantos años haciendo anuncios había perdido la noción de la realidad. Sentarse frente a alguien y escuchar un capítulo de su vida me producía estupefacción, situación de la que únicamente me salvaba con un rudimentario piloto automático que accionaba asustado. Pero había que seguir. Me lo decía a media voz la zanahoria ennegrecida: “tenemos que seguir caminando aunque no sepamos hacia dónde." " Sí, vieja zanahoria", respondía yo, "tenemos que seguir tirando.”
Para ser exactos, aquella no era la primera vez que el tiempo llamaba a mi puerta. Ya había tenido avisos, quizá no tan inminentes pero si estremecedores: una imagen de ti mismo que se retarda una milésima de segundo más en el espejo y que no acompaña simétricamente tus movimientos. Señales tibias pero amenazadoras de que el tiempo estaba rondando mi casa. Hace años no le hubiera dado importancia. Salir a la calle y entrar en un centro comercial hubiese bastado para ponerme a salvo. Hablo de los días en los que simplemente no existía tal problema.
Hacer anuncios nunca me resultó muy complicado. La mayoría de la gente que he conocido trabajando pensaba que sí. Incluso les gustaba adoptar esa pose de intelectualidad tan lamentable, como esos carteles de monos con gafas que leen un libro sentados en una taza de váter. Pensar anuncios no tiene nada de espectacular. Me gustaría decir lo contrario pero no es cierto. Ahora, al ir enviando estos e-mails me siento doblemente ridículo. Primero por haber pasado tantos años en un negocio que carece de valores cercanos a los míos. Y después, por seguir haciéndolo. Me siento como un elefante que no sabría patinar sobre hielo escuchando a Tchaikovsky, como un hámster que no es nadie fuera de su noria.
Cuando empecé en el mundo de las agencias de publicidad sólo tenía veinte años. Mi padre conocía al director financiero de una multinacional y le habló de mí. Supongo que estarían tomando un café. La escena es muy común. Personas que piden favores delante de un café. Se alternan las miradas con el movimiento de la cucharilla, el azúcar y las palabras se disuelven. No hay nada, por dramático que sea, que se quede formando grumos. La función social de tomar café se basa en ese principio. Mi padre lo sabía y aquel día lo utilizó a favor de su hijo. Un hijo que escribe. “Mi hijo escribe, José María, no sé si te lo he comentado alguna vez”, diría mi padre. Las palabras son poderosas. Una sucesión de palabras nos puede encadenar a un destino. Las palabras se enganchan a la piel y pueden estar allí años sin que nada las haga desprenderse.
Yo no tenía un sueño oficial. Siempre me ha dado envidia la gente que tiene sueños oficiales que se ocupan de abrillantar y exhibir en público. Mi sueño no era hacer anuncios, y me pregunto si ese puede ser el sueño de alguien.
Lo cierto es que un día entré en el laberinto de los chicos listos que ayudan a las grandes compañías multinacionales de la alimentación a vender sus productos. No sabía en qué consistía todo eso pero tampoco parecía muy complicado.
Ahora miro mis pantalones azules gastados y pienso en lo ridículo de todo, en la niebla que cubre las biografías y envuelve el rumor de las batallas hasta dejarlas en un lejano grito ahogado. Por más interesante que parezca algo no aguanta la apisonadora del tiempo ni a su amiga la asfaltadora del olvido.
Después de mandar los e-mails me siento liberado, como un autómata que sabe que ha acabado su tarea pero que no necesita plantearse juicios de valor sobre la misma. Sólo un trabajo más, algo que nos produce la relajación necesaria para pasar de forma aceptable el resto de la mañana.

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