30/10/08

Hace tiempo que busco una silla plegable para sentarme a la puerta de mi vida. Que no se me entienda mal, no hablo de posters atmosféricos de muchachas haciendo viajes astrales a bordo de una silla de plata ni de obras de autoayuda para la hora del te. Hablo de que la vida tiene una puerta de acceso y otra de salida, un lugar por el que transita todo lo que nos ocurre: desde la sequedad vaginal hasta las bodas de familiares lejanos.
Aclarado esto, la silla debe ser ligera y de color rojo, que quepa debajo de la cama o tras una puerta. Después de comer es una buena hora para sentarse. No hace falta hacer muecas ni poner cara de cosas importantes; se trata de sacar la silla, desplegarla y sentarse a la puerta como el vigilante de una sala de museo. Me han dicho que a la puerta de mi vida podré ver, si me levanto temprano, una comitiva  de asnos dorados que llevan cántaros de vino en sus alforjas, pero no me interesa. Puede que sea una comitiva metafórica cuyo objetivo es hacerme pensar, ¿simboliza el vino la belleza y el asno la realidad? Me aburre estar más de un segundo pensándolo; ya me parece aburrido haber planteado la pregunta. A la puerta de una vida deben pasar cosas más interesantes. Probaré al atardecer: y no quiero desfiles ni bestias; un colorido silencio estará bien, no espero más. Quizá sea esa la enseñanza, quizá todo sea un lento aprendizaje, rudo como acariciar un árbol, pero necesario. ¿Y si todo se redujera al arte de esperar? Sentarse, doblar la mirada con cuidado y acompasar la respiración al funcionamiento corporal. Esperar, y hacerlo sentado en una silla plegable, ser el portero de tu propia casa, tu propio vigilante de las obras de arte que en tus paredes exhibes incrédulo. ¿Y si llueve? ¿Y si me muero y caigo fulminado en la acera? ¿Quién me recogería en mi propia puerta? ¿Quién tocará la lira sobre la tierra que me cubra? El arte de esperar es el libro que todos acabamos escribiendo. 
Creo que empieza a hacer frío para estar aquí fuera.


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