12/10/08

Enciendo la radio y coloco los dedos sobre el teclado en posición de revista como si fuera un niño de un internado o esperando una manicura como si fuese un empresario que no ha perdido su instinto de seducción a pesar de tener más de 50 años. Los dedos esperan una orden. Los dedos no hablan entre sí ni se miran; en las batallas nadie lo hace, uno no mira a su compañero de la derecha cuando el enemigo aparece en el horizonte; el miedo te obliga a mirar al frente esperando que la muerte no venga despacio entre las filas enemigas, cantando. Los dedos toman sus posiciones: el meñique de la izquierda sobre la tecla de la A, el índice de la derecha sobre la tecla de la U, sabiendo que todo puede empezar por un artículo indeterminado que desenvuelva la historia por cuestas sombrías, "una vez", "un día", "una mujer camina en medio de la noche". Los dedos reciben su flujo habitual de sangre, no están fríos, no sienten el entumecimiento ni la extrañeza de permanecer allí. Están en su casa, su barrio de tejados blancos, cuadrados, iguales. Es su trabajo, dulce retumbar que no entienden pero acometen, tableteo de gimnasia sincronizada que llena sus vidas. El anular se posa en la coma, el pulgar crea un espacio: todo se mueve, la tormenta avanza. En la radio suena una ópera y los dedos escriben que escuchar ópera es hacer surf en un mar que sólo existe dentro de uno mismo, imaginan ese mar, sus galeones varados, sus tesoros hundidos, sus dagas oxidadas cayendo despacio hacia el lecho abisal donde ya nada existe.

No hay comentarios :