30/9/08

Los transportes públicos invitan a la tristeza. Hablo del simple hecho de tener que permanecer de pie, en silencio, intentando que tu mirada no tropiece con la de nadie, agarrado a una barra metálica, esperando. En esas circunstancias lo único que puedes hacer es pensar en ti y en el tiempo, el tiempo y tú, y no sois precisamente una pareja de patinadores sobre hielo que se miran llenos de amor mientras evolucionan y giran, sois dos vagabundos que pelean por un trozo de pan duro bajo la lluvia. 
Las caras de las personas que viajan en transportes públicos ofrecen imágenes de ese combate: a veces ganas tú, siempre gana el tiempo; no sé si es porque sabe más trucos (ha vivido más) o porque en su ideario no hay lugar para sentimentalismos. Es una buena lección mirar caras en un transporte público, caras y manos, fijaos en la presión que ejercen las manos, parece que acompañan los distintos pasajes mentales que atraviesa una persona; se podría pensar que la fuerza que ejercemos con las manos a bordo de un vagón de metro sólo es debida a la preocupación instintiva por mantener el equilibrio, pero no es así; muchos de los movimientos de nuestros músculos son provocados por la reacción a ciertos pensamientos.
Viajar en medio de muchos puede resultar un alivio si lo que necesitamos en ese momento es llenar de mala manera el gran agujero donde viven nuestras sombras. Durante ese trayecto nos podemos abandonar, ser una extensión de la carne que nos rodea, sentir el balanceo del cuerpo y no tener que pensar que somos (en realidad) unidades no amontonables, no sumables, no agregables a nada, la raíz más profunda de nuestra irremediable soledad. Cuando te ocurra esto agárrate a cualquier objeto que te dé sentido de pertenencia, busca un ancla: una barra de pan, la rueda de un cochecito de bebé o cualquier palabra escrita con la punta de una llave en la ventanilla que tengas delante. 
Y después, respira.

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