28/9/08

La misión de hoy es caminar y ver qué pasa. La vida es extraña. El hecho de vivir implica un mínimo conocimiento del porqué de los milagros y una actitud más que permisiva a cerca del caprichoso vuelo de las cosas.
No tengo prisa, se lo digo a mis pies y a mi cabeza, a ella se lo tengo que repetir varias veces. Sale una anciana de un portal. Lleva un precioso vestido con pequeños girasoles estampados. Camina cinco metros por delante de mí y va dejando un rastro de perfume que huele a gramófonos y a canela rancia. La acera se pone de mejor humor, quién no.
Me quedo parado ante el escaparate de una cordelería. La madera de los bordes está carcomida y repintada de un verde tan apagado como mi ánimo. Pienso en el número de ojos y años que lo han recorrido, ojos y años que ya no están aquí pero que aprovechan el tacto de mis dedos para personarse. Siento ganas de llorar hasta que los pulmones me salgan por la boca como dos globos pinchados; necesitaría un megáfono, plantarme en medio de la carretera y llorar como un vendedor de melones o un afilador desquiciado, llorar sin parar ante la desconcertante belleza. Pero no lo hago. A cambio elijo una peluquería cualquiera, entro y me corto el pelo; respiro, me inhibo ante la pregunta del peluquero de cómo quiero el corte: me da igual, no contesto, estoy cansado de las preguntas. Sólo he venido a calmarme un poco viendo esa lámpara de araña que tiene usted en el techo, sus frasquitos de ámbar, sus lociones que ya nadie pide, el movimiento de la escoba barriendo lenta las matas de pelo. Me gustaría pedirle un favor, ¿me deja barrer? Debería usted comprarse un piano y tocar para sus clientes. Escuchar a Bramhs mientras las tijeras sisean en la nuca y provocan danzas húngaras de mechones que obedecen a la gravedad. Veo mis canas mezcladas en las cordilleras de negra espesura, parecen lanzas caídas tras una batalla, espadas de plata que no pudieron matar a ningún dragón.
Salgo de la peluquería con esa alegría falsa de ser otro. Sigo caminando y paso por el portón del garaje de un convento, está repleto de graffitis: Swoop. María. Una historia que no acaba. Loop y un martillo rojo que golpea a una mosca. Venceré. Venceremos. Entra un coche conducido por alguien que podría ser un pintor, cara de rumano, música alta que no me gusta como tampoco a él mi cara o mi presencia observadora, para él soy una nota a lápiz en el margen de un folio. Seguro que va a dar la segunda mano de pintura color crema a algún pasillo con tiestos relucientes y olor a sopa. No me importaría ayudarle con la escalera, sujetarla con fuerza mientras remata el techo, ver a una monja cosiendo en el patio.
La realidad me acompaña, pegajosa y adorable como siempre, y me invita a que mis pies se sigan moviendo. Me coge y me dice: mira, imbécil, Neumáticos Pastor, huele este perfume que los dioses han preparado para ti, se llama “ahora”, huélelo bien. Dentro del taller suena una radio y dan ganas de sentarse allí a pasar la tarde. Podría tocar un xilófono, podría arder en llamas, podría arrancarme la piel muy despacio y nadie repararía en mí. Como no llevo las gafas entorno los ojos para distinguir al fondo un póster de una modelo sentada en un neumático gigante que se columpia sobre un fondo de montañas con nieve en las cimas. El fabricante de neumáticos pensó que sería buena idea lo de la chica. Le digo al dueño que es indecente, que la mercadotecnia ha arrasado la flora de nuestras almas y nadie ni nada conseguirá repoblarlas.
La realidad me suplica más descubrimientos pero la transacción no es desinteresada. Hay dolor, habrá dolor. Aunque esto parezca un ballet, no lo es. Aunque alguien reparta entradas gratuitas hechas con recortes de mi calma, no lo es. Si sacas el microscopio verás que se trata de rutina disfrazada, fragmentos de un naufragio anónimo, restos de una caída en esta tarde que tiene forma botella de oxígeno que algún gracioso ha llenado de barro para mí.

No hay comentarios :