7/9/08

El patio está tranquilo, escondido del sol como un niño poco sociable que aplasta hormigas con el dedo. Dentro del patio sólo se rompe el silencio si alguien bate un huevo o por el bisbiseo automático y familiar de un locutor que comunica un éxito deportivo sucedido en el día. Lo demás es calma, ausencia deliberada de acción, pereza que se derrama por las paredes interiores como un licor sagrado. Dentro, en esta habitación, parpadea la luz roja del teléfono inalámbrico haciendo de metrónomo en mi escritura. Las palabras salen con su ritmo pegado a los pies y se dejan caer mansas en lo blanco. Se abre un grifo, se oyen platos entrechocando y la voz de un niño que pide algo a su madre. La realidad, por lo general, usa un perfume intenso de aceite de oliva para que siempre nos acordemos de ella. Un avión, en lo alto, ruge despacio mientras atraviesa el cuadrado perfecto de mi patio. Arriba han puesto una secadora en funcionamiento y su presencia acústica compite con la del avión. El patio es mío, parece decir en su orgullo de máquina. Tú vuela y desaparece, el silencio que vive aquí es mi alimento.

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