13/9/08

Camino por la calle principal de Aravaca en una mañana en la que el sol empieza a avisar de su pérdida de fuerza y del cambio de sus intenciones, atrás quedaron las mañanas en las que no podías dar tres pasos sin que sufrieras su lluvia de cuchillos en la espalda. Se nota que el lunes empezarán los colegios porque en las dos pequeñas zapaterías familiares de la calle hay cola de madres preocupadas en calzar convenientemente a sus hijos. Hay algo alegre en el aire, como un estúpido presagio compartido por todos que habla de la llegada de un otoño suave que será magnánimo con nuestros sentimientos, como un curso preparatorio para el invierno impartido por un profesor joven, recién llegado y con las mejores intenciones. Las familias pasean con cierta indolencia, se entra y se sale de tiendas con despreocupación. Flota por todas partes el perfume del dinero y una conciencia colectiva de pertenencia a una misma clase. Somos conservadores, somos católicos y nuestros hijos llevan esos mocasines granates que ahuyentan los problemas, parecen decir. La pastelería hornea pan inmaculado y rosquillas de anís que se sumerjirán en delicadas tazas de café. Visto así, este sitio parece una ciudad experimental basada en un proyecto de alguna universidad americana, un pedazo de realidad que bien podría acabar en una de esas bolas de cristal con nieve que cae al agitarlas. Mi mujer sale de la tienda de juguetes con un paquete envuelto para regalo, mis hijas sonríen y en su sonrisa hay un cartel explicativo que, con las palabras más sencillas del mundo, da por bien empleada la mañana. Nos alejamos despacio para que no se despierte el monstruo que podría desbaratar todo esto con sus garras.

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