20/9/08

1976 y la tienda de comestibles con sus latas apiladas hasta el techo y el bote de chicles de clorofila. La niña de rasgos agitanados y su hermano pequeño (Pepe, cree recordar) agarrado a un pliegue de su vestido. Fuera, el verano, rudo, mal afeitado, leyendo libros en edición rústica llegados de Buenos Aires: Cortázar, Borges, Eco, Monterroso. El portero de su casa haciendo móviles para vender: figuras de estética pop con caras y arco iris, otras de coches, buggys y una puesta de sol. El portero escucha la radio y mordisquea gajos de mandarina. En el último piso un ángel blande al cielo su espada flamígera marcando los límites de su reino. Los nobles guerreros de Esparta pelan patatas en el patio para todas las tortillas de la cena, las mujeres tienden la ropa, los amantes sudorosos miran al techo y enlazan sus manos, el hombre de las noticias se aclara la voz antes de que se encienda el piloto rojo de la cámara 1. Se baten huevos, se dan voces, los hombres en camiseta se rascan la tripa asomados al atardecer, del cuello del barrio cuelgan medallas de oro de todas las vírgenes conocidas. El ángel guarda su espada y escupe al suelo, el sol se deja caer a su cama del horizonte, los libros baratos se apilan en estanterías de pino, los chicles de clorofila se consumen en la boca, lentos, dulzones, otorgando a la tarde un sabor limpio, como de mantel planchado. Las bocas se abren y mastican, los cuchillos cortan el pan en los altares familiares, las burbujas de la gaseosa descienden por el esófago recordando a los presentes que la vida sigue teniendo unos instantes diarios de fiesta. En el piso catorce suena una guitarra distorsionada que inunda los platos de postre, con sus restos de pera y las naves vikingas de sandía que sueñan con escapar a los mares del norte. Bendito sea lo que la jornada nos ha deparado, dice Gary Cooper alejándose del barrio a caballo, dejando un rastro de beatitud en blanco y negro.

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